En la devastada Pisco, cada familia cava las tumbas y entierra a sus muertos
'Se van a venir las pestes', dicen algunos, mientras sacan tapabocas. 'Hay que enterrarlos en seguida, no hay tiempo para velarlos', gritan policías.
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"¡Fuera perro, fuera perro!", le gritaban. Pero el perro negro no hacía caso, movía la cola y seguía merodeando entre las bolsas donde estaban embutidos los muertos en el patio del hospital San Juan de Dios, de Pisco, frente a la derruida sala de urgencias.
Mary Cardozo se resistía a poner en el ataúd al mayor de sus hijos, Cristian Jair. Ella perdió a su esposo y a otro hijo.
Olfateaba las bolsas hasta que un familiar lo pateaba ofendido. Salía huyendo y al rato volvía.
Este lugar, pintado de azul y resquebrajado por todos los rincones, se convirtió desde la noche del miércoles en una morgue improvisada, pues los sobrevivientes comenzaron a llegar con sus muertos en brazos, unos esperando que los revivieran y otros en busca de un ataúd.
Los metían en bolsas negras y les ponían en un papelito el nombre y se lo pegaban con esparadrapo o lo pisaban simplemente con una piedra, para que no se confundieran entre el arrume de cuerpos que se fue formando el día siguiente de la tragedia que estremeció a Perú. El sismo de casi 8 grados en la escala de Richter del pasado miércoles, quedejó al menos 500 muertos y más de mil heridos.
Otros, que no tenían dolientes, eran empacados y dejados allí para que todo el pueblo los mirara.
El viernes los muertos amanecieron en el piso de cemento y en un jardín del hospital porque no había cajones. Algunos familiares durmieron al lado de ellos y allí también amaneció el perro.
Entre los cadáveres que el perro merodeaba estaban los de dos niños, Cristian Jair, de 6 años, y Marieri de 2. Al lado de ellos, en otra bolsa, el cadáver de su padre, José Damea, de 25. Mary Cardozo, la mamá de los niños y esposa de José, lloraba en unas escaleras. "Por qué, Dios mío, por qué", gritaba, en medio de los familiares que parecían no tener una lágrima más. Los abrazaba y lloraba sin control.
"Yo no estaba en Pisco, cuando llegué mi esposo estaba muerto en la casa con mis niños. No pudo salvarlos", decía entre lágrimas. Se silenciaba y después volvía a gritar: "Mis bebés, mis bebés".
A las 8, el vigilante del hospital sacó un frasco de formol y con una jeringa se lo inyectaba en el abdomen a los cadáveres de las familias que querían mantenerlos un poco más con ellos.
'No hay tiempo para velarlos'
"Se van a venir las pestes", decían algunos y comenzaron a sacar tapabocas. "Hay que enterrarlos enseguida, no hay tiempo para velarlos", gritaban los policías. Los que tenían desaparecidos llegaban y abrìan las bolsas, una a una, esperando que se hubieran confundido. Los legistas les sacaban las manos para tomarles las huellas y una foto.
A las 9, la Policía comenzó a entregar ataúdes cafés y grises, forrados de blanco. Cada familia cargaba el cajón y metía a su esposo o padre o hijos o tío o abuelo, como pudiera. Mary se negaba a meter a un cajón a sus niños. La Policía le hablaba y le decía que ella misma lo hiciera.
Entre lágrimas y gritos, los cargó y los metiò casi obligada, uno a uno en un cajón para adultos, pues no había para niños. "Ay mis bebés", decía. Otros familiares metieron en una caja a su esposo.
Las familias de las víctimas, que vestían de rojo, de amarillo, de verde, porque el terremoto no les dejó ropa para el luto, también tenían que ponerles unos clavos a la caja. Cuando ya se los iban a llevar, Mary se dio cuenta que sus hijos estaban con zapatos e hizo que los volvieran a destapar para quitárselos. Un niño no se puede ir al cielo calzado.
Pero no todos tenían los cadáveres en esta improvisada morgue. Pilar Jacobo fue a preguntar por un cajón para su hermana Esperanza y su sobrino Édgar, de 9 años, que estaban velando en una mesa en su casa. "A ellos los cogió el terremoto en la calle. Mi hermana fue a recoger al niño del colegio, iban a tomar la micro y los aplastó una pared. Un hermano la identificó por una cicatriz en la mano. Ella era pobre, trabajaba de auxiliar de limpieza en un nido".
Cada familia cargó sus ataúdes y los pusieron en el andén. En los pocos carros que servían, los metían y se los llevaron para el cementerio. En el camposanto, les tocó ayudar a abrir las fosas y enterrarlos sin una misa, sin agua bendita.
En la tarde, los cadáveres seguían llegando al hospital. Ya menos que el primer día. La noche volvió y el perro negro seguía rondando los pocos muertos, la gente decía que tal vez estaba buscando entre ellos a su amo.
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